Entonces eran dos en una banca. Ella se mordía las uñas y parecía no notar que él la miraba cada vez que se atrevía a sacar los ojos del libro que leía. Cuándo volvió a verla por cuarta vez estaba dormida. Dejó el libro y lo colocó con cuidado en el braso de su lado de la banca. Eran cerca de las cinco de la tarde y ella se había quedado dormida apoyada sobre sus manos en el braso de la banca. El muchacho cruzó las piernas y se acomodo para mirarla. Apyaba su mentón sobre su mano y rosaba su mejilla. Pasaron diez minutos. Quince. Luego sacudió la cabeza y miró en torno suyo. Tomo su propio libro otra vez. Lo cerró de inmediato cerrando los ojos. Miró de nuevo en derredor como buscando a alguien. De su bolsillo sacó un papel y un boligrafo. Escribió algo en él y lo dejo con cuidado bajo su brazo.
Cruzó la calle y se perdió de vista.
Los últimos rayos del sol jugaban con su pelo y se veía preciosa. Se despertó. Y se irguió de pronto. Miró el reloj. Volvió a morderse las uñas. Miró hacia afuera. Más afuera. Y se fue. La nota cayó al suelo mientras se paraba. Un perro pasó cerca y la olfateó. Caminó hasta la siguiente esquina. Meó en ese poste.
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